Mariano Melgar


Encontrar a Mariano Melgar tomó muchas más horas de lo que había estimado. En algún punto las letras chicas de la guía telefónica se movían como un ritual circular de hormigas. Me di cuenta que se había acabado la luz natural del sol. Prendí las de la casa.
Luego de horas de fijar la vista en los incontables nombres, direcciones y teléfonos había llegado al hartazgo de aquellas insoportables letras pequeñas de tipografía ordinaria. Me encontré absolutamente irritado por las horas expuesto al polvo del papel de bajísima clase que me había provocado una alergia permanente (insoportable causa de mi nariz lacerada por el roce áspero de los pañuelos de tela humedecidos). 
Luego de todas esas horas encorvado, sostenido por las nervuras plastificadas de mi columna adolecida, estaba harto. Absolutamente encerrado en el propósito testarudo de dar con el nombre que me tuvo enfermo de odio. Y es justamente el odio lo que me mantuvo en la búsqueda, sin renunciar. Borrándome la yema de los dedos. Rasgando el papel del nombre a la dirección y al nuevo nombre y su dirección correspondiente. Dejando el surco. Rompiéndome las uñas. Sangrando el papel. Limpiándome en la cara. Tragándome mi sangre. Escupiéndome las manos. Golpeando la mesa, el piso, las paredes, mis piernas. Gritando desde el pecho hasta rasgarme la garganta y dejarla en carne viva. Quedé exhausto. Sin fuerzas. Sin dejar surco. Con los dedos adoloridos y una jaqueca punzante. Me había transformado en un programa de búsqueda. Perdí el rastro de las horas y las hojas que se sucedían una detrás de otra. Inconsciente, de nombre en nombre. Y finalmente, llegando al borde de una descompensación di con lo que buscaba: se llama Mariano Melgar.

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