Un día mi computadora dejó de funcionar. Me gustaba jugar contra ella al ajedrez. Era difícil, ella lo hacía muy bien. El final de nuestros juegos lo dictó una estadística. Solía ganar algunos partidos, luego perdí cuarenta y cuatro seguidos. Intuí que se trataba de una confabulación. Y no me causaba la mínima gracia. Pensaba en el asiático que la programó con el objeto de arruinarme el día (horas perdidas intentando lograr algo que es imposible, no se le puede ganar).
Me desquite con la computadora. Le hundí una patada en su lomo. Salió despedida de la mesa, luego pegó contra la pared y cayó al piso. Se apagó en el segundo golpe. No fue una satisfacción, al contrario, me sentí estúpido. Nunca más prendió. Se debe haber quemado algún componente.
Le dije a Huguito que había sido un virus. Mi madre me dijo una vez que las mentiras se dicen por vergüenza o por desesperación. En mi caso, fue por la primera.
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